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Este texto posee dos componentes principales. El primero es el hilo conductor que me servirá de excusa para rememorar a un ser que quiero y admiro: Carlos Valcárcel Morán. El segundo reúne los relatos que él me contó. De uno en uno, los iré compartiendo en cada episodio.
Algunos hechos son retratos calcados de la realidad, como, por citar un caso, las dos únicas fotos que conservo de él. Otros tantos pasajes, igual de fiables, me los han contado mis hermanos, mis padres biológicos y varios enterados. Y a todo esto se suman mis recuerdos… |
I |
Nací a diez minutos de un río y a tres horas del mar. Además, por mis mejillas corría agua entre dulce y salada, y me gusta creer que las lágrimas brotaban porque intuía que en breve me separaría de mis padres y hermanos. Aunque lo lógico es que llorase como mera consecuencia de haber nacido, pero, insisto, me gusta creer.
En cuanto a la fecha, nací el 26 de agosto de 1970. A los pocos meses, mi madre tuvo que desprenderse de su sexto hijo: yo. El motivo fue el común. Por carencia de dinero me pusieron bajo la tutela de un pariente: Carlos Valcárcel Morán. Tenía cuarenta y tantos años, seguía soltero y vivía lejos; lo oportunamente lejos de la gente y bastante más de su familia.
A inicios de diciembre del 70, cuando Carlos tuvo que ir a Arequipa por motivos legales, mis padres le pidieron que se encargase de mí. Me tomó en sus brazos, tanteó mi peso y me lanzó hacia arriba. Tres veces. Sin mueca de sonrisa ni nada semejante, les dijo: es posible que aprenda a volar. |
El sapo y la mariposa |
Un estanque. En él, un sapo. Tiene hambre. No obstante, desenrolla su lengua y empuja hacia la orilla a la mariposa, que estaba a punto de ahogarse.
Conversan.
Ella le cuenta las maravillas del inmenso mundo que se extiende más allá del estanque.
Él quiere volar y no se eleva.
Siguen conversando.
Él le cuenta las maravillas del inmenso mundo que se extiende más allá de la superficie.
Ella quiere bucear y, nuevamente, lo intenta. Esta vez, la certeza la empuja con mayor vehemencia.
Con la ayuda del sapo, desciende hacia las profundidades en el interior de una burbuja, que se hace cada vez más pequeña. Ilusionada, le implora al sapo continuar.
Apenas muere, la engulle. Mientras la digiere, recuerda la angustia de la mariposa cuando estuvo a punto de ahogarse en la superficie. El sapo hace el amago de volar.
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II |
A partir de que dejé la casa de mis padres biológicos hasta mis cuatro o cinco años de edad, no conservo recuerdos, ni propios ni los de nadie que me haya podido contar qué pasó en mi nuevo hogar. Para llegar ahí, había que caminar durante cuatro horas desde Urubamba, pequeño poblado del Cusco. No suficiente con esa distancia, mi padre (Carlos) agradecía expresamente a quienes, pudiendo y queriendo, no nos visitaban. Lo hacía por carta, a través del ayudante del almacén que nos traía los víveres y que sólo llegaba hasta la puerta de entrada, sin cruzar el dintel.
La única vez que ansié preguntarle a mi padre sobre aquella etapa, desistí. No quise decepcionarlo. Para él, despertar el pasado de uno por simple curiosidad era, además de una muestra de inmadurez, una falta de respeto al presente… a nuestra vida. Otra cosa muy distinta era cuando yo recordaba algo de manera natural. Ahí debía aguzar la memoria puesto que sin duda tenía relación con lo que estaba sintiendo en ese momento y podía contribuir a que la vivencia fuese más clara e intensa.
Carlos no conservaba fotos u otros objetos por sus atributos evocadores del pasado; lo hacía únicamente por sus beneficios prácticos, como el poseer una olla para cocinar o una imagen decorativa. Si el retrato de un pariente le era menos cautivador que el de un extraño, lo regalaba o, en el caso de que nadie lo quisiese, lo usaba para alimentar la chimenea en las noches duras. Durante una granizada, mi abuela, dos tíos y una señora —a la que él solía contemplar con ternura y admiración— se hicieron cenizas junto a unas ramas y unas cartas sin abrir. Me sorprendió verle soltar una lágrima. |
El Lepidopmac |
Cientos de parejas aguardan su turno. Da gusto verlas porque no son comunes. Es evidente que se aman. Y no porque vayan de la mano o se miren con ternura, sino porque sería absurdo estar de pie tantas horas si no portasen las pruebas que lo acreditan. El letrero, donde inicia la fila, anuncia: “Pagamos 20 gramos de oro por mariposa”.
Se sabe que el método es indoloro y que cada estómago enamorado alberga entre 10 y 15 especímenes. Además, el intervenido puede generar nuevas mariposas al cabo de una semana. Sin embargo, existe un inconveniente. Con frecuencia, sólo uno de la pareja las porta, demostrándose que no es correspondido. El drama es inevitable.
Los detractores del doctor Lorca, inventor del Lepidopmac (aparato para cazarlas), lo tildan de “anti-romántico”. Unos, por ponerle precio a los sentimientos más nobles. Otros, por llevar al abismo a tantas parejas correctamente constituidas. Ni los oye. No hay tiempo. Su amada aguarda la sentencia. Cuando el número de mariposas iguale al de personas, Lorca las soltará. Confía en que nadie querrá sostener un fusil.
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III |
Esa lágrima que mi padre derramó nunca se evaporó en mi memoria. Creció. Se fue haciendo río y también lago y, desde arriba, se veía reflejado el rostro de la mujer que lo originó. Quise saber quién era, daba igual cuando. Años más tarde, quizá 15 ó 14, encontré sus palabras en casa de mi abuela, que las conservaba en sobres sellados por si algún día se esfumaban las rarezas de su hijo Carlos y dejaba de quemar la correspondencia sin ver el remitente.
El párrafo posterior a éste reúne fragmentos de siete cartas escritas entre junio de 1968 y diciembre de 1973. No mantienen una cronología. Las he colocado a mi antojo, porque más que reconstruir la historia de esa tozuda y admirable mujer (Natalia Fernández Tardido), pretendo, en los bordes de las entrelíneas, trazar la silueta del hombre que me crió.
“Sigo sin poder decir que te amo más que a cualquier cosa. Más que a nadie, sí. Pero no más que a mis convicciones. Eso me da fuerzas para no reprocharme el haberme ido. Eso me da fuerzas para no reprocharme el dormir sin ti”. “Anoche soñé contigo. Miento. Para ser exactos, te recordé en sueños. Reviví nuestras caminatas sin rumbo ni tiempo establecidos. ¿Recuerdas cuando me fuiste a buscar a la salida de la universidad? Caminamos durante no sé cuantos días, durmiendo donde fuese, hasta que llegamos a Urubamba. Te hechizó. Supiste que querías vivir ahí y de ahí no te moviste. Yo tuve que regresar a Arequipa para poder graduarme. Me asustaba tu claridad”. “Algunos en el partido defienden la lucha terrorista. Dicen que el fin justifica los medios. Imbéciles; los medios, esos pedazos de tiempo para fabricar dolor, son la vida, la vida de carne y hueso, de los que estamos, no de los que supuestamente vendrán. Esas palabras las escuché tantas veces salir de tu boca que ahora son mías por derecho, o por maldición”. “Deseo tanto un mundo mejor, pero mientras más trabajo para conseguirlo, soy más consciente de que es imposible. Y yo, qué ironía, te tachaba de utopista, recriminándote que al encerrarte en tu isla andina no cambiarías nada, que tu mundo perfecto era una fantasía. Si vives en ella, al menos será cierta para ti. En cambio yo, respiro en una cloaca. Cuando pido ayuda al estado es inevitable ver cuán asqueroso puede ser un político; cuando pido ayuda a una iglesia, la mezquindad sale a flote al ver que por un pan un pobre debe vender su alma”. “Creo que sabías que me asquearía de esta sociedad. No dijiste nada en su momento. Sólo me abrazaste con mucha fuerza, de la que no retiene, de la que te da valor para partir”. “Abandoné el partido y me metí de misionera. Espero que en esta ocasión consiga dar más de lo que resto”. “Estos dos últimos días han sobrepasado lo insoportable. Me acosté envidiándote, como suele pasar últimamente. Me desperté envidiándote, para mi desconcierto. Dudo que tengas razón, y dudar me tambalea. Aislarse para no contaminarse no supone un bien colectivo. ¿O sí? Tú eres feliz en tu burbuja, que es grande. ¿Habría suficientes burbujas para todos? Tu utopía es factible porque la mayoría vive en la realidad, como yo”. “No dejo de pensar en tu postura. A veces te siento egoísta y otras eres mi inspiración. Eres consecuente y, ante todo, feliz. Yo también soy consecuente, aunque rara vez soy feliz. Además, esos ratos de felicidad están más vinculados con la esperanza que con la realidad. Cuando paseaba contigo, tus ojos no dejaban de brillar, y no era por mí. Contribuía, lo sé, pero no era por mí”. “Estoy harta de lidiar con curas obsesionados con el sexo y la miseria. Están enfermos. Pareciera que luchasen contra los métodos anticonceptivos para que haya más miserables y que así sea inconmensurable el placer de recibir la gratitud al ser sus salvadores”. “A ti te daba igual que el poder fuese de los comunistas o de los capitalistas porque con cualquiera de ellos no dejaría de haber privilegiados y manipulados, ya sea por una religión, una ideología, un deporte o el miedo. O el amor. Te despediste con el abrazo más hermoso. Incluso sentí que si me quedaba dejarías de admirarme. Para ti no importaba si se creía en tal o cual cosa, lo que valorabas era que uno fuese consecuente”. “Mi olfato se ha acostumbrado al olor a escoria y, no me respondo cómo, he vuelto a percibir los aromas que me condujeron a esto. Una viejecita acurrucada en la esquina de una calle, cogiendo mi mano, me dijo que se marchaba tranquila porque en mi mirada florecía la vida”. “Este camino que empiezo me ilusiona tanto que casi no te echo de menos a pesar de que pienso constantemente en ti. Nos siento más unidos que nunca. Mis ojos brillan como los tuyos y algo me dice que siempre seremos una pareja mientras se mantengan encendidos”. |
El Lepidopmac |
¿Alguna vez te has preguntado dónde fue a parar ese sueño que tanto deseabas realizar y que ahora te es indiferente? La explicación es sencilla, pero difícil de aceptar. A diferencia de su nacimiento, el motivo por el que se desvanece es ajeno a la razón o a los sentimientos. Tiene que ver con la ropa. Yo lo asimilé cuando conocí a Rocío Gaztelu.
Al nacer un sueño se revela un hilo de nuestra camiseta o jersey y se bambalea… listo para volar. Rocío no lo sabía. Simplemente le gustaba arrancarlos de las prendas de quienes apreciaba. Quería hacer algo especial con ellos.
Del ovillo hizo una bufanda. Al usarla, empezó a vivir los sueños de los demás. Experimentó aventuras insospechadas y, aunque la extasiaban, le producían tristeza. Sus propios sueños no tenían cabida. Deshizo la bufanda y devolvió las hilachas, pero ya nadie quiso perder su tiempo en asuntos improductivos.
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IV |
Todavía no me animo a contar lo que sigue. |
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